Memorias Bífidas

domingo, junio 01, 2008

La comida más importante del día

Como tantas otras mañanas, llegaba tarde. No habría tiempo para el tan aclamado desayuno americano ni para un apropiado lavaje facial. Todo eso tendría que esperar hasta luego de marcar entrada en el parque. Es que en cuestión minutos pasaría el autobús y si remoloneaba más de la cuenta lo perdería; recién media hora después arribaba el próximo que se dirigía a Magic Kingdom y los cálculos no daban para llegar puntualmente a trabajar.
Con mucho esfuerzo y no demasiado entusiasmo, se vistió e intentó disfrazar su cara de dormido con agua fría, consciente de la inutilidad de tal acción. Por una de las ventanas pudo ver llegar al colectivo y a algunos chicos yendo hacia él. En el apuro, no tuvo tiempo de buscar restos de comida en la cocina o algún cuscurro, cosa de no salir con el estómago vacío.
Una vez dentro del autobús, revisó su horario y posición en el parque para ese día; el papel indicaba que hoy cumpliría su turno en Liberty Square. Si no había cambios, no tendría que buscar otro uniforme. Ya tenía la vestimenta de “colono”: camisa blanca, chaleco azul, pantalón a tono hasta las rodillas, medias largas y zapatos negros.
Cualquiera ajeno al reino mágico de Disney sin duda puede considerar ridículo éste y el resto de los atuendos que deben vestir diariamente los empleados (o “miembros del reparto”, como los llaman) de los diferentes complejos de la compañía reconocida por el afamado roedor. Lo que quizá no se entiende, es que estos disfraces contribuyen con la “magia” del lugar. Ningún detalle está librado al azar: la vestimenta de los empleados, la música, la ambientación, la limpieza. La totalidad de estos factores le da un carácter conspicuo a cada resquicio de las instalaciones.

Y ya llegando a Magic Kingdom, el parque donde trabajaba, Nicolás guardó los papeles y se apuró a bajar del colectivo para tomar el otro que lo llevaba a la entrada de los túneles.
Como tantas otras mañanas, corrió por esos túneles con los segundos contados. Pasó delante de príncipes azules de dudosa masculinidad, de patos Donald acéfalos, de pequeñas filipinas casi listas para convertirse en Minnies. No era un escenario novedoso para él, era el sistema de túneles que siempre debía atravesar para evitar pasar por áreas del parque donde su uniforme rompería la magia y le valdría reprimendas aledañas al despido. En el camino a la central de carritos de pochoclo, helados y bebidas, también se cruzó con otros empleados estadounidenses, quienes, con una contextura no exactamente macilenta, lo observaron atónitos correr tan ágilmente contra el reloj.
Llegó un minuto antes de que se cumpliera el inicio de su horario, justo para firmar entrada en la computadora. Disimuladamente, entró al baño y se alineó lo mejor que pudo, aún agitado por la carrera. Mientras escuchaba a su estómago quejarse, pensó que quizá le traería problemas su incipiente barba de dos días. Era otro de los aspectos inadmisibles. Por suerte, al parecer nadie lo había notado, todavía.

Como otras tantas mañanas, inició las faenas para preparar el dolly que llevaría al carrito. Tendría que cargar las provisiones de maíz pisingallo, la sal, el asqueroso aceite, las cajitas de cartón, los baldes de plástico, la toballa. Las bebidas ya estarían allí, en el lugar donde se encontraba el carrito. No olvidó tomar y contar el dinero para la caja ni llevar una lectora de tarjetas de crédito cargada. Todos estos pasos habían sido exhaustivamente repasados en los cursos propedéuticos para esta posición: Outdoor Food & Beverages. También en estos cursos se les había enseñado, a él y a sus compañeros, la importancia de la higiene, la sonrisa constante y la amabilidad; entre muchas de las prohibiciones que se hablaron durante los cursos se podría destacar en esta ocasión la de los alimentos que vendía cada empleado: comerlos era considerado robo a la empresa y motivo inapelable de despido. Por supuesto que si Nicolás hubiera cumplido estas normas a rajatabla habría contradicho a su propia idiosincrasia y condición de argentino. Y a su estómago.
Ya en el lugar de trabajo, y solo, comenzó a preparar el primer lote de pochoclos salados. Sus sentidos rebosantes empezaban a saborear el desayuno. El parque recién abría sus puertas y por lo tanto el tráfico de hordas turísticas ávidas de entretenimiento y comida aún no era muy pronunciado. El escenario se prestaba para la ocasión. Lejos de sólo probar un par de piezas, el colono se dispuso a saciar el apetito matutino sin rescoldo alguno frente a los madrugadores transeúntes.
De vez en cuando se aproximaba gente a comprar un balde de pochoclos o alguna bebida; pero él casi no se molestaba en esconder que estaba comiendo y al mostrar su amplia sonrisa de amable pochoclero estuvo seguro de que pudieron vislumbrar restos de su desayuno.
La mañana transcurrió sin sobresaltos; era un día relativamente tranquilo y, de no haber ocurrido lo que ocurrió un par de días después, habría quedado en el olvido.


Sin alegar exactitudes, se podría decir que pasaron un par de días después de aquella mañana. Esta vez su turno tuvo lugar durante la tarde; sería difícil recordar en que área del parque trabajó en esa oportunidad. Carece de importancia.
Ya de vuelta en la base y a punto de retirarse a casa para descansar, Nicolás sintió que lo llamaban de la oficina de los gerentes. De ninguna manera estableció una conexión entre aquél desayuno ilícito y esta convocatoria. Después de todo, no era la única que vez que lo había hecho y había formado parte de tantos otros y más oscuros contubernios que su temor no supo bien a qué podía deberse esta llamada.

- Hemos recibido una notificación de un turista, –le dijo Amy, una de las gerentes más frígidas de todas, pero no la única– te vio comiendo pochoclos mientras trabajabas.

- ¿A mí, comiendo? ¡Imposible! Si no podemos comer, eso nos dijeron en el entrenamiento –adujo Nicolás, actuando sorprendido y a la vez ofuscado– a lo sumo puedo haber comido una o dos piezas, para probar cómo habían salido, como también nos instruyeron.

- Eso no es lo que dijo el turista. Vas a tener que declarar por escrito tu versión de los hechos. –dijo tajantemente Amy, esbozando una sonrisa maliciosa.

- ¿Un turista dijo eso? ¿E hizo una declaración?

- Sí… eh, un turista, sí. Pasa a esta oficina y siéntate a escribirla, luego me la tienes que dar a mí.

- Hmm, bueno, está bien.

Un poco confundido, Nicolás pasó a la pequeña oficina cuyas paredes estaban decoradas con las lectoras de tarjeta de crédito. Le costaba entender bien qué estaba sucediendo hasta que recordó lo que le habían contado algunos días atrás. Disney se aseguraba de que sus normas se cumplieran y para ello tenía gente encubierta con la función de vigilar al resto de los empleados. Lo que había hecho, a pesar de infringir las normas laborales del lugar, no dejaba de ser un baladí que en muchos otros países no habría ameritado más que un pequeño llamado de atención. Aquí, en el reino mágico de la tolerancia cero bastaba para que Pluto y su amigo el burro tristón te dieran un puntapié de lleno hacia la anulación de la visa y el posterior avión a casa. Sin atenuantes. Y Nicolás sabía que esto pasaba con frecuencia. Sabía de gente que no había visto el final del espectáculo de fuegos artificiales. Por eso fue lo suficientemente rápido como para actuar sorprendido y negar la acusación.
Tupido de lo que sucedía, supo que era necesario seguir con esa fachada para salvar su pellejo y se dispuso a escribir una declaración que respaldara su primera reacción. Apeló a todos los mecanismos falaces que recordaba e intentó decorarlos de la mejor manera posible. Cuando terminó con la redacción y revisión de su declaración, buscó a la gerente y le entregó el documento sin comentarios adicionales.

Como tantas otras mañanas, se levantó de la cama y recordó aquella vez en la que casi lo expulsan de Estados Unidos por comer unos pochoclos. Pensó que fue divertido y que lo haría otra vez. Pensó que fue divertido y rió.

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